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El control constitucional —difuso y concentrado—, junto con las excepciones de constitucionalidad y de convencionalidad, revela un derecho dinámico. Más que formalidades, importa la garantía efectiva de los derechos y la prevención de la concentración de poder.
La interacción entre política y derecho suele ignorarse, así como sus cambios constantes. Aunque el control constitucional surgió en el constitucionalismo estadounidense y en cabeza de jueces, hoy conviven modelos difusos y concentrados. En Europa y América Latina, la experiencia histórica abrió la puerta a excepciones frente a normas inconstitucionales.
En ese marco, el derecho comparado es más que un ejercicio lógico de aplicabilidad: las figuras jurídicas se retroalimentan, se transforman, se enriquecen o se pierden al transitar de un sistema a otro y pasar de lo abstracto a lo concreto. Toda figura es susceptible de cambios e interpretaciones.
La propia Constitución ordena su aplicación directa por todas las autoridades, y permite apartarse de decisiones contrarias a ella mediante un régimen de excepcionalidad. Más recientemente, se reconoce la excepción de convencionalidad cuando una Constitución latinoamericana contradice la Convención Americana de Derechos Humanos. Así, la sacralidad de ciertas formalidades constitucionales se pone en entredicho
El reto es definir qué entendemos por Constitución y qué aspectos importan, así como precisar cuándo proceden el control y la excepcionalidad. Aquí, lo central es la primacía de las garantías sociales y la prevención de concentraciones de poder personal.
“Toda figura es susceptible de cambios e interpretaciones”.
Desde la escuela, se enseña una división tajante en tres ramas, desde una postura liberal. Sin embargo, muchas constituciones reconocen entes autónomos y órganos de control —contralorías, procuradurías, defensorías, poder popular—, y existen poderes fácticos como la prensa o el empresariado, que pueden leerse como expresiones de clase.
Hoy las funciones se difuminan entre ramas. Hay jueces con autoridad administrativa en su propia jurisdicción, y superintendencias que ejercen potestades cuasi jurisdiccionales en asuntos financieros y comerciales. Además, decisiones de una rama inciden en otras: organización interna, asignación presupuestal, exhortos judiciales al legislativo o límites a normas vigentes.
Estos cruces muestran que la división orgánica absoluta ya no existe o debe reformularse.
Se habla de una amplia carta de derechos, pero poco de su inaplicabilidad práctica cuando se asumen como catálogo formalista en un liberalismo ideal que desconoce la desigualdad material. Algunos autores señalan contradicciones entre la parte dogmática de derechos y la parte orgánica del poder y del sistema económico adoptado —tendiente al neoliberalismo—.
Incluso, la Corte Constitucional, a la que a veces se le atribuye una suerte de sacerdocio impoluto, ha emitido decisiones contradictorias que favorecen la parte orgánica o intereses personalísimos. Un caso ilustrativo fue la primera sentencia sobre reelección del periodo 2006–2010, que negó la sustitución constitucional, pese a trastocar las formalidades liberales que hoy se invocan para oponerse a consultas por derechos sociales. Aunque la decisión sobre la segunda reelección (2010–2014) buscó limitar al presidente, el daño ya estaba hecho: la reelección alteró la ingeniería de poderes.
La independencia judicial también se enturbia por prácticas como cooptaciones internas, puertas giratorias, compra de fallos o intercambios de cargos entre familiares y allegados, fenómenos que erosionan la confianza pública.
En las aulas se discute el choque entre reglas y principios, y la necesidad de acudir a estos últimos para interpretar. Hoy se contraponen principios formales y principios que protegen derechos. Ante colisiones aparentes, deben primar los principios materiales y teleológicos, recordando que se trata de un Estado Social y Democrático de Derecho, no solo un Estado de Derecho.
Se propone controlar tiranías mediante consultas populares u otros mecanismos. Esa lectura reciente surgió para limitar tiranías de mayorías y justificar formas federales en contextos específicos, que a veces chocan con decisiones democráticas y amparan segregaciones electorales.
Con frecuencia, ciertos líderes se arrogan la representación de los débiles y, en nombre de intereses populares, concentran poder con fines personalísimos, en clave de cesarismo histórico. A ello se le ha denominado “populismo”.
Conviene distinguir: el populismo confronta élites alegando representar a sectores excluidos; la demagogia usa el discurso sin intención transformadora. La exclusión existe, y el populismo suele operar como válvula de escape ante los límites de la democracia liberal para garantizar derechos.
Un movimiento populista puede o no orbitar en torno al interés personal de un líder. El análisis debe evitar falacias y revisar las reivindicaciones concretas. Una cosa es el abuso para concentrar poder —como la reelección— y otra, remover formalidades en favor de los oprimidos para materializar derechos..
La “tiranía” no solo es el poder absoluto de una persona; también puede ser el dominio de una clase. Incluso en términos demoliberales, puede ser el abuso de formas sobre la materialidad de los derechos, perpetuando inequidades. La convergencia de intereses privados de sectores dominantes en distintas ramas —común en leyes regresivas— revela que la división de poderes puede funcionar como ficción que encubre un dominio de clase. El formalismo extremo ha coadyuvado a la tiranía de la reelección y del neoliberalismo.
“La razón de la excepcionalidad y del control es la interpretación en favor de los débiles sobre las formalidades.”
El debate actual se centra en limitar al poder constituyente, más que en un derecho constitucional de acción que haga efectivos los derechos. Constitucionalistas, abogados y politólogos deberían propugnar por una interpretación total de la Constitución, in dubio pro debilis: en caso de duda, la balanza debe inclinarse por los más débiles.
También es necesario fortalecer el control social sobre las ramas del poder y sus decisiones, de donde emanan fines, principios y reglas constitucionales. La materialización de la carta de derechos exige participación y vigilancia ciudadana sostenidas.